No se le ocurrió comprobar el contenido de su cartera antes de lanzarse a la calle. La necesidad de algo que llevarse a la boca ese día para el almuerzo, y de un poco de aire fresco, le hicieron salir sin darse cuenta de que apenas llevaría un par de euros para conseguir algo de comida.
Eran sobre las once de la mañana y aún hacía algo de fresco, a pesar de la sudadera, le hacían temblar las ocasionales rachas de viento cuando el sol se ocultaba tras alguna nube. Cuando llegó al supermercado se paró a pensar en cuánto dinero llevaría encima, y aprovechó su presupuesto para coger una berenjena y algo de pan que, junto con algunas sobras, podrían al menos solucionarle el día.
La vuelta a casa la hizo más despacio de lo acostumbrado, enfrentarse a la metafórica montaña de correos por responder le parecía un desafío demasiado duro para un día como aquel, aunque quizás el peso de trabajo aligerase la carga aún mayor que le suponía dicha fecha.
Eran casi las nueve de la noche cuando por fin pudo bajar la pantalla de su portátil y tomarse unos minutos para sí mismo. Volvía a ser 14 de mayo, y con este se cumplían ya cinco años desde la caída del meteorito. Sabía que por mucho que intentase mantenerse alejado de los recuerdos, aquella noche le sería imposible conciliar el sueño temprano, por lo que decidió dar un paseo hasta la playa y aprovechar la calma nocturna, agradeciendo su idea del día anterior de haber adelantado trabajo para poder tomarse libre aquel miércoles.
Apenas se cruzó con gente de camino, y se sentó en la arena lo suficientemente lejos de la orilla como para evitar a los escasos transeúntes que paseaban mojándose los pies en el mar a pesar de que la temperatura hubiese bajado. No se quiso acercar a su zona favorita de playa, ya que quedaba demasiado cerca de la parte vallada de la playa, aquella en la que aún no se había restaurado nada y quedaba riesgo de derrumbes en los acantilados cercanos.
Ni la brisa fresca ni su amor por el mar consiguieron mantener los recuerdos apartados de su cabeza. Por cada respiración profunda para calmarse, llegaban decenas de ecos de gritos a su cabeza; por cada vez que contaba hasta 50, veía aquel rostro manchado de polvo y sangre con una mueca descompuesta. Seguía odiándose a sí mismo por no ser capaz de recordarle en sus buenos momentos, por tener que recurrir a fotos antiguas, en las que ya apenas se reconocía, para recordar su sonrisa.
Negación, ira, negociación, depresión, aceptación. Cinco eternas fases de duelo que su psicóloga le había hecho memorizar desde unos días después de ver morir a su hermano entre sus brazos. La primera tardó meses en superarla; la segunda fue la más liviana, teniendo en cuenta que jamás fue propenso a enfadarse ni en las situaciones más tensas. Con las demás, aún no lo tenía muy claro. Seguía cuestionándose qué otro desenlace podría haber tenido aquel día si hubiese actuado de otra forma, si en lugar de gritarle a su hermano que se levantase y corriese le hubiese cogido en brazos, o hubiese vuelto a arrastrarle, aunque hubiese supuesto morir con él. De la depresión tenía claro no haber salido.
Cinco años, cinco fases, una idea en mente. Pensó en su vida en aquel momento, en su trabajo, en sus progresos, en todo lo que parecía haber avanzado. Pero, sobre todo, en su culpa. En la carga que sentía cada día, que seguiría sintiendo cada uno de los días de su vida. “Vida”, como si eso tuviese ya mucho sentido.
Soltó el móvil, soltó las llaves, soltó su ropa. Se adentró en el mar sin nada más que su delgadez desnuda, dispuesto a nadar hasta que le doliese el último músculo de su cuerpo, con tal de apaciguar así el dolor interno. Llevaba un rato sin hacer pie cuando se dio cuenta de que se ahogaba, de que sus pulmones no aguantaban una brazada más. En un impulso desesperado, instinto de supervivencia, intentó volver. Pero pudo más el peso de la culpa. Se dejó caer.